Por Loreto Fernández, Oficina de la Causa de Beatificación de Madre Bernarda Morín.
Hace 168 años las Hermanas de la Providencia llegaron a Valparaíso procedentes de California, después de ochenta y tres días de penosa navegación. El grupo misionero canadiense, cuyo objetivo original era fundar en Oregón, Estados Unidos, estaba conformado por madre Victoria Larocque como superiora, sor Amable Dorión, sor María del Sagrado Corazón Bérard, sor Dionisia Benjamina Worwoth y sor Bernarda Morin. Las acompañaban el Pbro. Gedeón Huberdault, como capellán, el Pbro. Francisco Rock y la Srta. Eloísa Trudeau, quien más tarde ingresaría a la Congregación.
Terminaron arribando a Chile porque al llegar a su destino en EE.UU. se encontraron ante grandes dificultades para su subsistencia, por lo que después de un tiempo decidieron abandonar el lugar y volver a Montreal, Canadá. Para ello viajaron a San Francisco de California, donde se les presentó como única alternativa de regreso, hacer el viaje atravesando el Cabo de Hornos, en un pequeño barco chileno llamado “Elena”.
Los detalles de la frustrada misión en Oregón están llenos de penurias: pérdidas de equipaje, extravío de ruta, estrecheces económicas que les hizo dormir un buen tiempo en el suelo sin más abrigo que las pulgas que las mortificaban, incertidumbre por no tener contacto con los superiores y muchas más, como el que a un par de días faltantes para embarcarse en otro navío, no pudieron hacerlo porque arribó con peste amarilla, lo que en palabras de Madre Bernarda las desalentó y entristeció, pues se encontraban a la deriva, sostenidas solo por las Hermanas de la Caridad, que haciendo honor a su nombre y a pesar de la pobreza en la que vivían, les decían a las allegadas de la Providencia: “una papa que tengamos, la partiremos con ustedes de todo corazón”.
El hacerse a la mar en el “Elena” tampoco fue de gran consuelo; una de las hermanas se enfermó gravemente de pulmonía, pasaron varias tempestades, algunas con peligro de que la nave zozobrara y, por si fuera poco, el capitán acosaba a las jóvenes religiosas.
La alegría que supuso arribar a Valparaíso y la hospitalidad con que fueron acogidas por las religiosas de los Sagrados Corazones fue un bálsamo para lo vivido, que trajo ánimo a su espíritu. Al poco tiempo de su llegada se hicieron cargo de los niños huérfanos y su misión fue tan fecunda que desde Montreal mandaron doce hermanas para reforzar el trabajo; sin embargo, las dificultades y contradicciones, seguramente alimentadas por las diferencias culturales, hicieron que el año 1863 regresara la mayoría de ellas, dejando en Chile tres casas que entre niños internos, asilados y viudas contaban más de seiscientas cincuenta personas, para ser atendidos por apenas ocho religiosas y una novicia.
Seguramente en esas difíciles circunstancias, resonaría en estas mujeres de profunda fe, lo que se preguntaban años antes varadas en California: “No sería raro que Nuestro Señor hubiese estado esperando hasta que no tuviésemos absolutamente nada, para servirse de nosotras para algún designio suyo que nosotras ignoramos. Dios nada hace ni permite sin algún fin especial de su divina Providencia”.
Con esa convicción las hermanas que se quedaron, encabezadas por la Sierva de Dios Bernarda Morin, lograron hacer florecer la congregación y servir a miles de personas con caridad compasiva y solidaridad profética. A lo largo de estos años, los siguientes capítulos de la historia de las Hermanas de la Providencia en Chile nos han revelado páginas heroicas y conmovedoras, acompañadas claro, de otras de sufrimientos e incertidumbres.
La grandeza y la belleza de un proyecto no se mide por la supuesta ausencia de fracasos. ¡Todo lo humano está marcado por ellos! Por lo mismo, también con la posibilidad de aprender y mejorar hacia el futuro. Lo que de verdad importa es la actitud con que personal y colectivamente hacemos frente a las inevitables penurias de la vida.
Vivimos tiempos de cumplimientos de metas y exigencias que dan a algunos etiquetas de “exitosos” y a otros de “fracasados”, desde un individualismo muy distante a la madurez personal puesta al servicio de proyectos colectivos; más aún, distante del Evangelio y de quienes se han transformado en un ejemplo por la integridad con que afrontaron cada acontecimiento, como es el caso de nuestra querida fundadora en Chile, Bernarda Morin Rouleau, cuyas palabras tomo para finalizar esta nota: “Pidamos al Espíritu Santo luz y acierto. Si Dios quiere todo se hará. Si hay dificultades no se aflija, las dificultades y las contradicciones son siempre para mayor bien. Se hace la diligencia para no omitir nada por nuestra parte y todo se espera de Dios como si nada se hubiera hecho”.
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Referencias Bibliográficas:
“Historia de la Congregación de la Providencia de Chile”, tomo I.
“Cartas de Madre Bernarda Morin a Sor Juana F. Gallardo, 1922-1881”.