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Mi opción por los pobres: iluminada por los documentos de Puebla y Aparecida

Por Carmen Gloria González, estudiante de eclesiología del Centro Santa María.

PobresLa primera pregunta que me hago es, ¿quiénes son los pobres para mí? Para mí, que soy esposa, madre de 5 hijos y abuela de 8 nietos; activa participante de la Iglesia Católica; miembro de un movimiento eclesial desde que era una joven universitaria y siempre inserta en distintos trabajos de Iglesia. Toda una vida intentando desde mi quehacer alimentar mi fe para llevar a Cristo a otros y tratando, débilmente, de construir el Reino de Dios aquí en la tierra.

El llamado de las distintas Conferencias Episcopales desde mi época universitaria (Medellín y Puebla) marcaron fuertemente mi necesidad de responder y servir a los más necesitados, en lo espiritual y afectivo, pero por sobre todo a los necesitados en lo material.  La Iglesia urgía a una “opción preferencial por los pobres”. Para mí representaba lo más central del mensaje evangélico: anunciar la Buena Nueva, el anuncio del amor de Cristo que murió y resucitó por nosotros; anunciar el mensaje a los pobres (Lc.4, 18).

Aprendí en mis primeras experiencias misioneras, en distintas localidades de Chile, que la pobreza hay que conocerla para entenderla, y vivirla para conmoverse. Que al igual que el sufrimiento no basta con escuchar de las carencias ni leerlo en los libros, sino que se entiende más plenamente cuando se vive.

Pero a lo largo de mi vida, aprendí que cada uno toma su opción desde donde la Divina Providencia lo ha colocado, de acuerdo a la misión y vocación propia de cada uno. Que no siempre es posible hacer un trabajo sistemático y concreto con los más desposeídos. Es por eso que los pobres para mí también han sido mis hijos, mis alumnos, mis compañeros de trabajo, mis vecinos, los miembros de las comunidades donde he participado, las personas de mi parroquia. Porque cada persona, cada niño, necesita afecto, comprensión, ayuda, justicia, perdón, alimento o simplemente una sonrisa. También he aprendido que cada día debo empezar de nuevo, cada día debo sacar ese velo que me impide ver la realidad, la necesidad del otro y dejar la comodidad que tanto me atrae.

En mi vida, el llamado a construir el Reino de Dios ha sido desde el Evangelio, unida a Cristo, caminando con Él en el día a día y ayudando a otros a hacerlo. Por ejemplo, frente al sufrimiento de una persona, acompañarla en oración y en silencio, para que Dios entre en esa soledad y pueda obtener alivio y sanación.

Vivir la opción por los pobres es una tarea gigante para mí, me urge a salir al encuentro de las personas, sentir sus dolores y conmoverme con él, cualquiera sea su condición. Hacer su sufrimiento mi propio sufrimiento: “He escuchado los gritos de dolor de mi pueblo y he decidido liberarlo” (Ex 3, 7-8). Es ayudarlos a liberarse de sus propias esclavitudes y temores, mostrándoles un Dios que salva, un Dios encarnado que viene a ofrecerles la libertad a los pobres y oprimidos, a los pecadores y marginados; es entregarles el máximo bien al que pueden aspirar.

Y los pobres están en todos lados, basta ver los rostros de las personas, niños tristes, jóvenes desorientados, ancianos abandonados, caras sin esperanza y apenadas, independiente de la situación social o económica que vivan.  Lo importante para mí es ir a los sectores más vulnerables, más marginados. En esta etapa de mi vida, esto constituye una tarea pendiente para mí. Creo que como dijo el Papa Juan Pablo II, “los pobres no pueden esperar”, y yo tengo que “salir a la calle, salir al encuentro” como afirma el Papa Francisco.

La V Conferencia de Aparecida también me plantea este gran desafío de trabajar por esta misión de seguir a Cristo, de encontrarme con Él, ser su discípula y misionera. Personalmente me llama a identificarme cada día más con Él, para con Su amor amar más y abrazar más a cada uno de mis hermanos más necesitados.

 
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