Por Loreto Fernández M. Oficina de la Causa de Beatificación de Madre Bernarda Morin.
«No oprimas al forastero; ya sabéis lo que es ser forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto»
Éxodo, 23,9
La Sagrada Escritura recoge a lo largo de sus páginas la experiencia humana de la migración; de hecho, parte en el Génesis con la expulsión de Adán y Eva del Paraíso —verdadera “patria” humana—, perdido por el pecado, según el relato bíblico. Los ejemplos de migración prosiguen de manera abundante: Caín, Abraham, Lot, Jacob, la salida del pueblo de Israel de Egipto y más, hasta el mismo Jesús que recién nacido debe huir junto a su familia. El Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes, nos llama a poner atención justamente en ese punto: «El cristiano contempla en el extranjero, más que al prójimo, el rostro mismo de Cristo, nacido en un pesebre y que, como extranjero, huye a Egipto, asumiendo y compendiando en sí mismo esta fundamental experiencia de su pueblo. Nacido fuera de su tierra y procedente de fuera de la Patria, ‘habitó entre nosotros’ y pasó su vida pública como itinerante, recorriendo ‘pueblos y aldeas’. Ya resucitado, pero todavía extranjero y desconocido, se apareció en el camino de Emaús a dos de sus discípulos que lo reconocieron solamente al partir el pan. Los cristianos siguen, pues, las huellas de un viandante que ‘no tiene donde reclinar la cabeza’»[1]. Además de este argumento, que por sí mismo es esencial para entender la migración desde una mirada de fe, el texto bíblico nos aclara varias cosas, entre ellas:
- Dios crea una sola humanidad; al ser Padre-Madre de todo y de todos, los seres vivientes estamos interconectados y los humanos somos sus hijos, hermanos, sin distinción.
- Dios, creador de cuanto existe, acompaña en todo momento la obra salida de sus manos; todo está bajo el cuidado de su amorosa Providencia.
- La movilidad humana se produce por diversas causas y es parte de nuestra condición como personas.
En el Evangelio de San Mateo, la migración para los seguidores de Jesús se transforma en un mandato misionero: «Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos»[2]. Ese mandato fue el que de manera prodigiosa trajo a la querida Sierva de Dios Bernarda Morin hasta Chile, siendo una joven religiosa de veinte años, tierra que no abandonó más que a la hora de su muerte, 76 años después.
Madre Bernarda amó a esta nación y a su gente, sin embargo, siempre guardó un entrañable amor por su suelo natal y no perdió la conciencia de ser extranjera, como lo grafica en la correspondencia con su familia. Pocos años después de su llegada, escribió a sus padres: «Nosotras ciertamente, más que todos los demás necesitamos oraciones: aunque estamos en un buen país, sin embargo nosotras somos extranjeras, desde ese aspecto nos es necesario ganar las simpatías a fuerza de sacrificio y de abnegación»[3]. Tiempo después manifestó a su hermano Santiago: «Para una extranjera, los detalles más insignificantes de sus parientes y de su patria tienen un interés que es necesario sentir para comprenderlo»[4]. También expresó su sentir al respecto, a su sobrino sacerdote Gilberto Lemiux: «Yo nunca olvido en mis oraciones ni a mis parientes ni a mi Patria. Dios al conducirme a una tierra extranjera, me ha exigido un gran sacrificio; lo hice de buena gana porque es mi Dios y el día que hice mis votos, le prometí no amar más que a Él solo»[5]. «Yo no le ocultaré que hay mucho que sufrir en un país extranjero donde los usos y costumbres son tan diferentes a los nuestros»[6].
En tiempos donde las personas migrantes suelen ser estigmatizadas, conviene recordar que Bernarda Morin, la multifacética fundadora de las Hermanas de la Providencia en Chile, también lo fue y es, junto a muchas otras, un ejemplo de lo que los extranjeros pueden hacer para engrandecer a un país que no es el propio.
Pidamos la intercesión de la querida Sierva de Dios para vivir el Evangelio, entendiendo que: «todos estamos en la misma barca y estamos llamados a comprometernos para que no haya más muros que nos separen, que no haya más otros, sino sólo un nosotros, grande como toda la humanidad»[7].
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[1] «La caridad de Cristo hacia los emigrantes», Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes, N.º 15.
[2] Mt. 28,19
[3] Carta del 10 de mayo de 1861. El subrayado es del original.
[4] Carta del 29 de marzo de 1869
[5] Carta del 13 de abril de 1881
[6] Carta del 15 de abril de 1884
[7] 107 Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2021, papa Francisco.
Imagen de cabecera: Bandera de Canadá por Hermes Rivera. Uso gratuito bajo la Licencia Unsplash.