Por M. Angélica Bezanilla, estudiante de eclesiología del Centro Santa María
“Existe una Iglesia que practica las ‘obras de misericordia’ pero no acepta regirse por el ‘Principio-Misericordia’. Y existe otra Iglesia configurada por este principio, el cual la lleva a propiciar aquellas obras, por supuesto, pero también la lleva -como a Dios y a Jesús- más allá de ellas. Entonces, practicar la misericordia es también tocar los ídolos, ‘los dioses olvidados’ -como certeramente los llama J. L. Sicre-, lo cual no significa que sean ya los dioses superados, pues siguen bien presentes, aunque encubiertos.” [1]
Para que haya Iglesia debe existir comunidad y una experiencia vital de Jesucristo. Según el artículo de Jon Sobrino que cito anteriormente, aquello que estructura el actuar de Jesús es la misericordia. Es por esto que una Iglesia verdadera debe parecerse en esta característica a Jesús y a las primeras comunidades cristianas que fueron fieles en conservar las enseñanzas de Jesús y los apóstoles. Éstas se caracterizaban, entre otras cosas, por estar unidas en la oración, vivir la solidaridad profunda compartiendo el pan y repartiendo los bienes según la necesidad de cada uno.
En el círculo en que me he educado y he vivenciado mi “ser católica” el énfasis de la vivencia de la misericordia ha estado en realizar obras de misericordia, en alcanzar frutos, resultados visibles en la vida de las personas a las que se quiere ayudar. Después de leer el artículo al que hago referencia en el primer párrafo, me mueve a pensar que esta forma de vivir la misericordia es un poco superficial. Incluso el demonio puede tentarnos haciéndonos creer que con nuestra justicia o nuestras obras podemos salvar el mundo y “merecer” la salvación, cuando sólo el amor gratuito de Dios es el que nos puede regalar la salvación. “La misericordia es la verdadera fuerza que puede salvar al hombre y al mundo del ‘cáncer’ que es el pecado, el mal moral, el mal espiritual”. [2]
Esta visión del principio-misericordia es mucho más drástica, incluso diría, más sustancial. Es una forma de ser total que puede llevar a definiciones contundentes y a veces a confrontaciones con quienes parecieran estar en la misma vereda.
Si la opción por Jesús es verdadera la misericordia debiera ser el principio y motor del sentir, pensar y actuar. Y para partir es necesario “sentir”, condolerme y hacer propio el sufrimiento del que está a mi lado y no tan al lado también. Hay tanto dolor a mí alrededor, pero puedo caer en la tentación de creer que estoy llamada sólo a tratar de aliviar esa situación. Ahora veo que la invitación va más allá: a tener una palabra y una actuación en las causas que permiten estas circunstancias de injusticia y dolor. Siento muy potente el emplazamiento primero a descubrir, ver, denunciar y luego tratar en mi medida de cambiar las estructuras, instituciones o personas (partiendo por mí misma) que permiten que existan personas que no puedan ser plenamente libres y por lo tanto no puedan responder al sueño de Dios para cada uno: que seamos libres para amar.
El llamado es a luchar contra “los salteadores” de la parábola del buen Samaritano, o por lo menos, darle las herramientas a aquellas personas que son víctimas de situaciones de sufrimiento para que puedan desprenderse de la influencia de los salteadores. Hay demasiados intereses creados, partiendo por la propia comodidad, para mantener el status quo. La jerarquía de la Iglesia católica y los mismos laicos católicos no nos escapamos de esto. Pero no podemos evadirnos de esto, porque es el corazón del evangelio.
Podemos decir que un criterio de verificación de que estamos con Jesús, de que seguimos su ejemplo radical, es el grado en que nos abrimos a ser “con” los otros. No podemos ser “su” Iglesia ni podremos transmitirlo al mundo si no lo hacemos con otros y por otros.
Sólo viviendo este “principio-misericordia” el mundo creerá en la buena nueva del Evangelio de Jesucristo y podrá darse cuenta de que los católicos queremos hacer la diferencia y trabajamos fuertemente por los débiles, sin importar las consecuencias. Entonces el mundo admirado podrá decir “miren como se quieren”, “quiero ser parte de esto” y así hacer crecer la comunidad.
Soñamos con una Iglesia-madre que abraza, acoge, comprende y ampara especialmente a los más débiles y quienes se sienten alejados o excluidos. Me gustaría ver en nuestros pastores y en todo el pueblo de Dios, del cual soy parte, esta actitud materna, en vez de una postura controladora, distante, de supervisor moral. “…una mamá, a pesar de que sus hijos se hacen adultos, los acompaña en el camino, y aunque éstos se equivoquen, los comprende, los protege y los ayuda. Así es la Iglesia, una madre misericordiosa, que busca ayudar y nunca cierra las puertas de su casa, sino que ofrece siempre su amor e invita a retomar el camino a quien lo ha perdido”. [3]
Hacemos un llamado a nuestras autoridades a flexibilizar las estructuras para dar espacio al discernimiento y darle protagonismo al Pueblo de Dios. Es necesario abrir espacios de participación y promover una política de puertas abiertas. Acojamos la experiencia renovadora que significó el Concilio Vaticano II y que no se ha agotado aún, sino al contrario, sigue siendo una oportunidad para abrirnos a la acción del Espíritu Santo que permanentemente está aconteciendo en todo el Pueblo de Dios. Tenemos la certeza de que Dios nos acompaña en este proceso porque Él quiere vida abundante para todos.
[1] Extracto del documento “Otras notas de la Iglesia ” J. Sobrino
[2] Papa Francisco en Angelus 15 Septiembre 2013
[3] Papa Francisco en Audiencia General 18 de Septiembre