Por Loreto Fernández M. Oficina de la Causa de Beatificación de Madre Bernarda Morin.
En este bello tiempo en que la familia de la Providencia en Chile conmemora los 170 años de la llegada de madre Bernarda y sus compañeras a este país, les compartimos extractos de lo que fue su última entrevista, en 1927, un par de años antes del fallecimiento de la Sierva de Dios, efectuada por el periodista Juan Ossa y publicada en el diario El Mercurio bajo el título: “El ocaso de una noble vida”.
Que esta remembranza, nos motive a seguir conociendo la vida y obra de una mujer que, fiel a su vocación, transformó la vida de innumerables personas a las que dignificó, mostrándose como el rostro humano de la amorosa Providencia.
Que disfruten la lectura:
“¡Vienen a entrevistar a nuestra madre fundadora! La frase corre de boca en boca y dentro de las tocas, caras amables nos sonríen con benevolencia.
Escoltados por tres o cuatro monjitas cuyos semblantes expresan una viva satisfacción mezclada a un poco de curiosidad, pasamos a la habitación de la Madre Fundadora que celebra este día las bodas de diamante de su profesión religiosa. ¡Setenta y cinco años! ¡Setenta y cinco años! De una vida de abnegación y sacrificio, ¡Setenta y cinco años dedicados a otro!
Aunque tarde, el gobierno no ha cumplido más que con su deber de justicia al prender sobre su pecho generoso la Medalla al Mérito de Chile.
La instancia es alegre. Unos ojos límpidos de azul muy claros nos miran con bondad y nos señalan una silla celeste junto al sofá. La madre Morin estaba sentada en el sofá.
—¿Y cómo usted llegó a Chile?
—¡Ah! Esta es una historia larga de contar, pero ya verá usted. El mismo año de mi profesión Monseñor Bourget, obispo de Montreal, recibió la visita de Monseñor Blanchet, Obispo de Nesqualy en Oregón que venía en busca de algunas hermanas de la Providencia para su Diócesis. Fuimos cinco nombradas.
Aquí debo relatar curioso incidente: un día, alguien nos trajo algunos mapas y nos pusimos a estudiar en ellos el trayecto que debíamos recorrer. Antes de abandonar el mapa, la persona que lo había llevado miró con atención todo el continente de América y señalándonos cierta parte del Sur, nos dijo como para distraernos: «Aquí esta Chile. ¿Querría usted ir a Chile Sor Bernarda?» —No, Señor le contesté; no deseo ir más lejos de lo que me pide la obediencia. Muy distante estaba entonces de pensar que Chile sería a la vez el campo de mis actividades y de mi segunda patria.
El 17 de noviembre, después de un viaje en extremo penoso para nosotras, llegamos a San Francisco de California. Ahí descansamos unos días y seguimos a Oregón donde permanecimos dos meses hospedadas en casa de otras religiosas. Estos dos meses nos fueron muy duros, las hermanas que nos acogieron eran muy pobres y nosotras carecimos por completo de recursos. Añádase a esto la decepción que experimentábamos al saber que no podríamos cumplir la misión “que se nos había encomendado” y se comprenderá que no nos sentimos muy tranquilas con respecto a nuestro porvenir en Oregón… No teníamos ni dinero, ni vestidos, ni provisiones, y nosotras que habíamos ido a practicar la caridad, nos vimos obligadas a vivir de ella. A estos peligros se agregaba que tres de nosotras sólo teníamos veinte años y ninguna podía hablar correctamente el inglés. Estas razones indujeron a los superiores, a ordenar nuestro regreso a Canadá.
Embarcamos y después de una terrible y monótona navegación de 83 días, sin ver tierra, en la que no sólo tuvimos que sufrir la furia de los elementos, sino también la de los hombres, pues el capitán del barco y su segundo eran dos seres inhumanos, llegamos el 17 de junio de 1853 a Valparaíso. Aquí tiene usted relatada en pocas palabras la historia de mi llegada a Chile.
—Si ustedes pensaban regresar al Canadá, Madre, ¿cuál fue la razón que las obligó a quedarse en Chile?
—Fue una simple casualidad. En las Religiosas de la Congregación de los Sagrados Corazones de Jesús y María, al día siguiente de nuestra llegada nos vio un caballero; extrañado al ver cinco hábitos negros entre los blancos llevados por las monjas que nos hospedaban, inquirió quiénes éramos y al saberlo se lo comunicó al intendente y éste al Gobierno. Al otro día recibimos la visita del Sr. Simpson que, a nombre del Presidente don Manuel Montt, nos pidió que fijáramos nuestra residencia en Chile. El arzobispo Valdivieso nos concedió su permiso, y después de recibir el de nuestros superiores regulares, decidimos quedarnos aquí. El 9 de septiembre llegamos a Santiago.
—¿Qué recuerda de ese tiempo?
—Al principio esto era una chacra, con algunas construcciones rústicas. Al lado había una lechería, y esto atraía a muchas culebras en nuestros colchones de paja y más de una de las hermanas se quedó sin dormir toda una noche a causa de este susto. Por el medio de la propiedad pasaba un zanjón, y nos levantábamos muy temprano para lavar en sus aguas la ropa de las criaturas.
En esta parte de nuestra conversación nos interrumpe la Madre Superiora para advertir que la Madre Morin puede fatigarse si prosigo interrogándola.
Me levanto para despedirme, embargado por un sentimiento de profundo respeto. Esa anciana venerable que tengo ante mis ojos, representa para mí la viva imagen de la Caridad; el más puro ideal de la moral cristiana.
La semilla que Vicente de Paul arrojara al viento para que se esparciera a todos los rincones de la tierra, no cayó en Canadá en suelo estéril. La Madre Sor Bernarda Morin ha dedicado setenta y cinco años de los noventa y cinco de su hermosa vida al bien de sus semejantes. Su trabajo ha sido rudo y lo ha ejecutado alegremente, con humildad y sencillez.
Yo, que en estos tiempos de crisis de valores, he deseado tanto conocer a un grande hombre, acabo de separarme de una gran mujer”.