Por Juan Carlos Bussenius, coordinador del Centro de Espiritualidad Providencia (CEP).
La Madre Bernarda Morín decía: “Las acciones más ordinarias como comer, dormir, recrearse, hacer un trabajo que agrada, gozar con la contemplación de las obras del Señor, son agradables a Dios hechas en buenas condiciones y en nombre de Nuestro Señor Jesucristo y en unión de las que hizo en su vida mortal” (Cartas Circulares N°26). Es la experiencia de una mujer que tiene su vida unificada en el Señor. Todo lo medita, lo hace, lo reflexiona, desde el Señor. Su fe y amor a los pobres surge desde ese centro. Es la vivencia de la Madre Emilia; de ahí su confianza en la Providencia. Todo está unificado en ella. La Espiritualidad Providencia nos relaciona porque, al contribuir a su obra, vamos tendiendo a ese centro. Siempre fluye y nos retroalimenta. Es el estilo del que ama: donde vaya, tiene presente esa energía que le da sentido a todo lo que es y hace.
Hoy nuestra cultura tiende a desintegrarnos y a hacernos vivir separadamente. Soy una persona de fe en la capilla, pero en mi trabajo, comunidad o familia, no tanto. Pablo Neruda tiene un poema llamado “Muchos hombres”, que dice: “De tantos hombres que soy, que somos, no puedo encontrar a ninguno: se me pierden bajo la ropa, se fueron a otra ciudad. Cuando todo está preparado para mostrarme inteligente el tonto que llevo escondido se toma la palabra en mi boca. Otras veces me duermo en medio de la sociedad distinguida y cuando busco en mí al valiente, un cobarde que no conozco corre a tomar con mi esqueleto mil deliciosas precauciones”. Hay una condición humana que tiende a la escisión vital, con la cual tenemos que luchar permanentemente.
¿Cuántas veces nos hemos visto sorprendidos por esta situación que relata Neruda? Sabemos que la esquizofrenia es una grave alteración mental, que puede hacer que una persona tenga varias personalidades o conductas diametralmente diferentes. Obviamente que no nos referimos a una alteración tan grave, sin embargo, muchas veces podemos vivir con diversas actitudes. No quisiéramos hacer tal cosa y sin embargo lo hacemos. En un lugar y con determinadas personas nos comportamos de una manera, luego cuando cambia el escenario, somos radicalmente distintos. Más allá de la ubicación normal que tenemos que tener dependiendo de donde nos encontremos, podemos sentir estas distintas formas de ser, que nos llevan a veces a comportamientos que no quisiéramos tener; son nuestras contradicciones. Aquello que no quisiéramos hacer pero que sale y nos invade. Una fuerza que nos divide. Es lo que experimentó San Pablo, cuando decía: “No hago lo bueno que quiero hacer, sino lo malo que no quiero hacer. Ahora bien, si hago lo que no quiero hacer, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que está en mí” (Rom.6, 19-20).
¿Cómo vivir teniendo menos contradicciones? Unificándonos en Jesús. Él es el único que podrá hacernos conscientes de nuestras debilidades y llenarnos de fuerzas para ser consecuentes. Naturalmente que siempre habrá contradicciones, pero que no nos aparten absolutamente de lo que queremos ser, hombres y mujeres libres, aceptados, coherentes con nuestra fe. Nuestro seguimiento al Dios de la Vida no nos hará perfectos, pero sí lúcidos frente a los que somos o quisiéramos ser. En la década de los ochenta vino el Hermano Roger a Santiago, el que fue prior y fundador de la comunidad de Taizé. Se hizo una liturgia presidida por él en la Catedral. En un momento, impuso las manos a varias personas, entre las cuales estaba yo. Pude sentir una energía tremenda, que venía de Jesús, penetrando todo lo que era y hacía, era uno en El, todo tenía sentido. Cuando pienso en una experiencia de unificación en Dios, recuerdo ese episodio, que me marcó mucho en la vida y que sigo recordando. Todos podemos tener un recuerdo de una experiencia de unificación, como en un retiro, una situación de vida, un testimonio de servicio o una vivencia de sentirnos profundamente amados. Vayamos a esa despensa del corazón, para volver a centrarnos en Dios.
La unificación surgirá del camino que hace consciente lo inconsciente. De una oración desde nuestra verdad, de sombra y de luz. De una relación profunda con el Señor que confronte las disociaciones y nos regale luz para luchar contra todo lo que nos separa. Del respeto por nuestro cuerpo y sus manifestaciones. Del encuentro con los pobres, para que reconozcamos ahí el verdadero rostro del Señor. Necesitamos el acompañamiento espiritual y el sacramento de la reconciliación para que nos regalen el discernimiento y la misericordia que integra. Una presencia activa de la eucaristía, con la atención de un niño que descubre el mundo. Llegamos a la misa a veces adoloridos por nuestras contradicciones, pero a la luz del encuentro con la comunidad, el perdón, la palabra del Señor y de su presencia a través de la comunión, nos reconciliamos y volvemos a ser transparentes. Los símbolos eucarísticos, bien vividos, conceden unificación espiritual y corporal.
En el Evangelio de San Juan nos encontramos con el hermoso pasaje que relata el encuentro de Jesús con una mujer samaritana al borde de un pozo. Ella se encuentra con sus dolores y sus cansancios frente al Señor que la confronta misericordiosamente. Seguramente fue difícil para la samaritana recordar los hechos de una vida quebrada. Jesús acoge sus pecados y la perdona. Se reconcilia con ella misma y por lo tanto con Dios. Descubrió el origen de sus contradicciones en su fragilidad. Se sacó las máscaras que la habían desfigurado. Jesús entiende y respeta lo humano de esa mujer arquetípica, haciendo germinar lo divino. Él la unifica y ella vuelve a tener el cuerpo y el alma con que la hizo Dios. Busquemos en los desiertos de nuestra vida aquellos pozos que nos darán el agua que finalmente saciará nuestra sed, nacida por tanta desintegración que vivimos.