Por Juan Carlos Bussenius, coordinador del Centro de Espiritualidad Providencia (CEP).
Comenzamos este año con la nueva arremetida del presidente Trump para construir un muro en la frontera con México. Una batalla que ha llevado a un cierre parcial de la administración norteamericana, dada la negativa de los demócratas sobre el financiamiento de la polémica barrera. Una situación que obedece no solo a intereses políticos, nacionalistas o económicos, sino también a miedos, desprecios, violencia y odios. Los analistas expresan que no es una solución real sino que destila justamente esas lacras. Pero el asunto va más allá, configura una postura personal de intolerancia frente a un problema; por algo se dice que “Trump es el muro”. Es una manera de mirar la realidad que crea una conducta, que unido al poder, en el caso del presidente de Estados Unidos, es sumamente peligroso.
En la vereda absolutamente contraria estaba la Madre Bernarda Morin cuando expresaba: “No decir su parecer, ni reprender a nadie, cuando se sienta conmovida por la impaciencia o contrariada en su sentimiento”. Con su sabiduría de la vida y su fe en Jesús, sabía que cuando estamos frente a un problema podemos tender a no escuchar y distanciarnos frente a lo que nos preocupa. Surge la tentación del “ninguneo”, es decir, del menosprecio, indiferencia o desconsideración del que es diferente y es contrario a nosotros. Muchas veces surge casi instintivamente la reacción virulenta hacia el otro, que no tolera la diversidad y la pluralidad de opiniones, creencias e ideas. Es el “efecto Trump”, que lo vemos reflejado hoy en nuestro país (y mundo), con altos grados de agresividad frente al que es contrario. Es justo discrepar, pero cuando la primera reacción es desmedida y descalificadora se rompe todo diálogo y se construye un muro. Estamos muchas veces entrampados en un mundo de intolerancia a todo nivel. En una sociedad como la nuestra, de corte clasista, competitiva y desigual, con la irrupción de tantos migrantes, el efecto Trump se extiende peligrosamente. En Chile vivimos con altas cuotas de descalificaciones a todo nivel que enturbian nuestra sociedad. La política es un ejemplo de todo esto.
El “efecto Trump” es más grave en nuestra Iglesia porque atenta contra la novedad del Espíritu Santo, como caudal de diálogo, comprensión y unidad. Tendemos a construir muros entre el que es creyente y el ateo, entre el religioso y el laico, entre el que estudió en tal colegio o en el otro, entre el que va a esta parroquia o a la otra, con esta espiritualidad o la otra, y un largo etcétera. En una Iglesia descalificada, como la que vivimos, una gran labor sería ser puentes de diálogo y de encuentro hacia dentro y hacia afuera. Estos pueden ser los tiempos para romper barreras y encontrarnos como hijos de un mismo Dios, sin privilegios; humildes y sencillos.
Un aprendizaje vital es reconocer honestamente el “efecto Trump” que todos tenemos dentro: hacerlo consciente. Está larvado por imitación de modelos, por pura supervivencia, por intuición natural, etc. Hacer cambios sabemos que no es fácil, pero como hombres y mujeres que vivimos en este mundo y país, y más como cristianos, hoy es una necesidad trascendental. Hay que aprender a desaprender hábitos y costumbres del “efecto Trump”, que seguramente han hecho y siguen haciendo mucho daño. Hay que hacer una reflexión serena, paseando por el alma y el cuerpo nuestra conducta intolerante. Sólo de esta manera podremos crear nuevas relaciones y equilibrios. El llamado es a aprender a ser constructores de puentes, que pueden ser oscilantes, pero que nos convertirán en los protagonistas que el mundo, el país y la Iglesia hoy requieren, de manera urgente.