Por Loreto Fernández M. Oficina de la Causa de Beatificación de Madre Bernarda Morin.
Durante el mes de agosto, además del onomástico de madre Bernarda, recordamos su primera profesión religiosa, ocurrida el día 22 del año 1852. El tiempo demostraría que la Sierva de Dios vivió su consagración con una fidelidad admirable y que su testimonio de entrega sería un aliciente para que muchas otras mujeres optaran por la vida religiosa en Chile, como Hermanas de la Providencia.
“Todo lo que hice fue entregarme con el amor más cordial a los designios de la divina Providencia”[1], decía madre Bernarda y lo hizo con tanta radicalidad y osadía evangélica, que fue capaz de hacer crecer en esta parte del mundo una obra que buscó la dignificación de la persona humana por medio de la acogida, el acompañamiento espiritual, la educación y el cuidado de todo tipo de personas vulnerables.
En este hacer memoria de lo que significó y aún representa la profesión religiosa de la Sierva de Dios Bernarda Morin, queremos también hacer presente que tomar la decisión de ser religiosa y mantenerla en el tiempo, no fue fácil, al menos en sus primeros años.
A pesar de haber tenido una rica vida espiritual desde muy niña, alimentada por la piedad familiar, Venerance no se siente atraída naturalmente a la vida religiosa, la cual se le representa “privada del placer de amar y ser amada”[2], sumado a que tuvo un pretendiente con el que pudo haber formalizado una relación. Sin embargo, la llamada de Dios se irá intensificando de tal manera que ella se rendirá ante esta voz que no puede ser desoída y así lo expresa: “El dulcísimo Jesús no desdeñaba presentarse a mi alma bajo la forma de un amante que solicita ser correspondido, descubriendo a mi corazón tanta amabilidad, que sobrecogida de respeto no podía menos de exclamar vencida: Vuestra soy Señor y Dios mío. Vos sois cien veces más amable que todas las criaturas juntas, yo os amo sobre todas las cosas”[3]. Concluida su batalla interior, que la llenó de “dulce paz”[4], se dedicó a buscar una congregación y se acordó de las Hermanas de la Providencia, pues había leído en el diario sobre los votos de las primeras fundadoras y después había recibido noticias que en sus palabras “no alagaban mucho la naturaleza” del mundo, pero sí de la fe, pues “vivían en extrema pobreza careciendo no pocas veces de las cosas más necesarias a la vida, que andaban por las calles con unos hábitos viejos […] que pedían constantemente limosnas para los pobres, pero que nada pedían para sí mismas. Que su principal ocupación era asistir a los moribundos, curar las enfermedades más horrorosas, recoger a los huérfanos”[5].
Determinada a ser una Hija de la Caridad, Sierva de los pobres, debía comunicar tal decisión a sus padres. Esto sumó otra dificultad, pues ellos, a pesar de ser fervorosos católicos, le pidieron que postergara su partida y, además, que mejor ingresara al Monasterio de las Agustinas, pues les preocupaba que su hija se fuera lejos y a una comunidad apenas fundada y en extremo pobre. Venerance accedió a postergar su ida seis meses, pero persistió en su deseo de ingresar al Instituto fundado por la madre Emilia Gamelin.
En compañía de su padre dejó su hogar en medio de lágrimas y a pesar del cálido recibimiento que le dieron madre Emilia, madre Vicente de Paul, la asistenta, y sor Filomena, la maestra de novicias, el ingreso a esta nueva vida no le fue nada fácil, lo que la llevó a pensar, en reiteradas ocasiones, el volver al seno de su familia. En el noviciado le tocó vivir penurias que pusieron a prueba su vocación y, cercana a profesar, avisada de que iría a la nueva fundación en Oregón, tuvo que sobrellevar otro escollo; sin previo aviso, María Francisca, su mamá, en compañía de una tía, la visitaron de madrugada para avisarle formalmente que no le darían la licencia que necesitaba de sus padres para profesar, porque era menor de edad. El temor de verla expuesta a peligros les llevaba a tomar esta decisión, pero la joven, llena de fe y convencida de que Dios la llamaba a ser religiosa, argumentó con tanta pasión, que conmovió a su tía y a su mamá, la que cedió diciendo: “ya que tú eres tan firme, viaja con la bendición de Dios y de tus padres. Nosotros no queremos sino tu bien y tu contento”[6].
Lo que pasó después ya lo conocemos, Venerance, que pasó a ser sor Bernarda, la joven misionera que providencialmente llegó a Chile y que sin buscarlo se transformó en la fundadora de la Congregación en este país, perseveró en su vocación hasta el último día de su larga y fecunda vida. La vocación religiosa no la alejó de los pesares propios de la existencia, pues como ella misma expresó: “Contradicciones y penas son el pan cotidiano de nuestra vida, quien quiera evitarlas o no hiciera virtud de la necesidad de sufrir perdería el buen camino”[7]. Sin embargo, la hizo una mujer plena y feliz, cuyo sí al llamado de Dios se ha perpetuado a lo largo del tiempo en el compromiso de muchas personas que siguen desde diferentes vocaciones a Jesús, animadas y animados por el ejemplo de esta gran mujer que nos sigue entregando tanto.
[1] Morin, B. “Memorias Íntimas”, parte 3 p. 103
[2] Morin, B. “Memorias Íntimas”, parte 2 p. 9
[3] Op. cit. p. 12
[4] Op. cit. p.46
[5] Op. cit. pp. 49-50
[6] Op. cit. pp. 109-110
[7] Archivo Provincial, “Fotocopias escritos de Madre Bernarda”, carta a sor María Isabel, 25 de septiembre de 1907