Por Juan Carlos Bussenius, Coordinador del Centro de Espiritualidad Providencia (CEP).
“No decir su parecer, ni reprender a nadie, cuando se sienta conmovida por la impaciencia o contrariada en su sentimiento”.
Madre Bernarda Morin.
La frase de la Madre Bernarda con la que encabezo este escrito es de una verdad muy grande. Con su sabiduría de la vida por relacionarse con tantas personas, ella sabía que cuando estamos inquietos o disgustados tendemos a no escuchar a la otra persona. No estamos con capacidad de colocarnos en el lugar del otro, es decir, estamos intolerantes.
Si los intolerantes volaran, ciertamente que no veríamos el sol. En tiempo de crisis, de acelerados cambios, como los que vivimos, cunde la intolerancia como actitud, que no tolera la pluralidad de opiniones, posiciones, creencias e ideas. Se siente que nuestra verdad es «única, propia e unilateral». Es más cómodo aferrarse a lo conocido y se dogmatiza, como «mi verdad que debe ser tú y nuestra verdad». Para los intolerantes, los demás son considerados como contrincantes porque siempre están luchando por imponer su opinión. Sería interesante preguntarnos cómo actuamos en este sentido en nuestra vida diaria. ¿Siempre estoy imponiendo? ¿Qué espacios doy sencillamente a escuchar, no hablando yo primero?
La intolerancia como actitud negativa la vemos claramente en el mundo de la política y de la sociedad, pero también en toda clase de ambientes. La autoridad intolerante impone temor y crea sentimientos no expresados que larvadamente van minando su presencia. Se obedece, pero desde los dientes para afuera. La autoridad intolerante se desacredita y no se la respeta profundamente. Todo poder debería tener voces discordantes, con respeto, para conseguir la verdad transparente. Un buen test de la tolerancia son las diversas voces y opiniones, no una sola. Esta es por lo demás, la base de la democracia. Muchos años (o al revés), la ignorancia, la superficialidad y el aislamiento potencian la intolerancia.
Si continuo intolerante puedo caer en actitudes adversas hacia otras personas y me convierto en un discriminador. Actitud que corroe cualquier institución por permitir tratos desfavorables o de inferioridad hacia una persona.
La intolerancia en nuestra Iglesia es mucho más grave porque atenta contra la novedad del Espíritu, como caudal de verdad y comprensión. Es «babel» como una gran voz, que sobresale imponiéndose. Los períodos históricos más obscuros de nuestra Iglesia fueron los más intolerantes y siempre esta tentación está en la otra esquina. Hoy como Iglesia tenemos que hacer que nuestra verdad sea anunciada, sobre todo en cuestiones morales, con gran fuerza y claridad, pero nunca imponiéndose como si fuera la única.
El Padre Providente nunca impone, sugiere y nos hace depositarios de libertad en el discernimiento. Una oración profunda y tranquila llevará a la actitud de búsqueda por los caminos, muchas veces inciertos y sorpresivos de Dios. La frecuente lectura de las Sagradas Escritura que nos re-orienta y posesiona como criaturas y no dioses nos debería «aterrizar» evangélicamente. La liturgia también nos debería ubicar, al celebrar abiertos y humildes al único Dios que debemos transparentar. Jesús fue el tolerante por excelencia. Entregó su mensaje en cercanía, con paz, con humildad y en diálogo con todos.
Sólo podremos luchar contra la intolerancia cuando existan distintas opiniones que van finalmente aunándose en la confrontación tranquila, como los distintos esteros que van formando un gran río. Todo surge del diálogo constructivo, paciente y esforzado. Sólo con la tolerancia realmente se avanza. La tolerancia abre caminos en el intrincado éxodo para llegar al consenso y a la verdad.
El tolerante evita apropiarse de la conciencia ajena. Admite que llegar a la verdad es una búsqueda en común, muchas veces cansadora. Ser tolerante no es ser pusilánime o debilucho. Es hacer presente mi verdad, muchas veces con fuerza, pero abierto a las otras, en un discernimiento continuo. En realidad, el intolerante es el más débil porque sólo se afirma en la fuerza de su poder, muchas veces ocasional.
El tolerante siempre se mantendrá joven porque será flexible su estructura sicológica y espiritual. Se llenará de vida porque siempre estará abierto a lo nuevo. Su actitud lo llevará a la paz y a la celebración porque estará construyendo sobre la roca de la unión, de la común-unidad.
Uno de los mayores desafíos que tenemos es trabajar por un mundo, una sociedad y una iglesia más tolerante, sobre todo los cristianos. Nuestra fe debe traducirse en actitudes, en cambios de hábitos, no solo en devociones por muy buenas y santas que sean. Especialmente, si los más pobres y débiles son los que más sufren por estas conductas, de los que podamos tener poder. Y todos tenemos algo, comenzando en nuestras familias. El Papa Juan Pablo II nos abrió el camino al reconocer ciertos pecados de nuestra historia eclesial y pedir perdón.
Dejemos finalmente que San Pablo tome la palabra, como fiel testigo de la tolerancia que dio los rumbos apropiados al surgir la Iglesia, en su famoso Himno al Amor de la primera carta a los Corintios (13,4-7):
«Es paciente, servicial, y sin envidia. No quiere aparentar ni se hace el importante. No actúa con bajeza, ni busca su propio interés (…). No se deja llevar por la ira, sino que olvida las ofensas y perdona. Nunca se alegra de algo injusto y siempre le agrada la verdad (…). Disculpa todo; todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta… (Cor 13,4-7)».
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Imagen: Río Karnali en Nepal. Por Sherparinji – trabajo propio. CC BY-SA 3.0. Link.