Por Loreto Fernández, miembro del Centro de Espiritualidad Providencia.
Parece de toda pertinencia plantearse sobre la ciudad como espacio salvífico, cuando la mayoría de las personas que nos decimos cristianxs habitamos en ellas. Hacerlo en tono interrogativo es una invitación a mirar desde lo complejo que resulta en nuestros actuales escenarios socio-culturales dar una respuesta taxativa. A pesar de ello yo me voy a aventurar a dar un sí, apoyada en dos premisas básicas:
La ciudad es el espacio donde convergen la geografía, la arquitectura y las múltiples ocupaciones humanas que van desde el trabajo, la fiesta, el descanso, la participación política, los encuentros amorosos…en fin, una red de experiencias que se encuentran, potencian, inciden mutuamente y que expresan las relaciones humanas en todos sus niveles.
Claro está, todo ello más allá de nuestros juicios en blanco y negro, lo que se va tejiendo en las ciudades es una textura de muchos colores, donde emerge la vida. He ahí el punto, si en verdad creemos en el misterio de la encarnación, Dios no acontece sino en la vida e historia humanas. Dios se nos revela entonces en las casas, las fábricas, los cafés, los mercados, las oficinas… en la infinidad de rostros que habitan la ciudad.
Dios que es Dios de vivos, no de muertos, está en el bullante movimiento de las y los ciudadanos, que en esta vorágine en que nos envuelve y que muchas veces nos extenúa, está paradójicamente consagrando que tenemos vida, vida que bulle y que quiere ser plenificada. Además, como plantea Marcella Althaus-Reid, la vida cotidiana de la gente siempre nos aporta un punto de partida para una teología contextual sin exclusiones de ningún tipo.
La “salvación”, ha sido un tema largamente discutido entre las teólogas feministas, donde se ha hecho ver que este concepto se ha entendido desde unas estructuras jerárquicas y dominadoras, que han sacado de las propias personas, particularmente de las que están en los niveles más bajos de esta visión –mujeres, indígenas, empobrecidos, etc.- sus posibilidades de poder y transformación y lo han proyectado en un afuera que supone sacrificio y penitencia para alcanzar el perdón… Ciertamente, de esa salvación no quiero ser parte dentro ni fuera de la ciudad.
Sin embargo, si por salvación entendemos acoger con gozo la llamada de Jesús a tener vida buena y abundante, a establecer relaciones de amistad que nos permitan crecer y desarrollarnos en plenitud, si la salvación la entendemos como el camino compartido en que vamos construyendo nuestros sueños y deseos comunes de amor, justicia, gozo para todxs sin excepción, reconociendo que la fuerza de la Ruah en nosotrxs nos anima y posibilita esas nuevas relaciones de cuidado que queremos y que testimonian en los pequeños detalles de los espacios cotidianos que somos algo más que seres arrojados a la existencia en espera de la muerte; de esa salvación quiero nutrirme y sin duda está acá en la ciudad.
Manteniendo mi sí primero, me voy a permitir matizarlo, a partir de tres “actos”.
Días atrás asistí a ver un documental que narra la historia de Pascual Pichún, un joven mapuche acusado de terrorismo por ser parte de la resistencia que hay frente a la usurpación de tierras ancestrales por parte del Estado chileno. Pascual dejó la clandestinidad en Córdova, Argentina, donde estaba cómodamente instalado, para regresar a la Welmapu, a sabiendas de que eso significaba purgar siete años de cárcel. ¿Por qué lo hizo? Parece que en este caso, la salvación estaba lejos de la ciudad; el compromiso con su gente y con la tierra fueron un imperativo ético, más allá de todas las posibilidades de resistencia que podía efectuar desde los elementos que le entregaba la ciudad.
Quienes gustan del cine, de seguro conocen a Emir Kusturica, director serbio, que entre muchas otras cosas, el año 2005 se adjudicó el premio europeo de arquitectura Philippe Rothier, por su proyecto de ciudadela “Pueblo de madera”. Kusturica dijo al respecto: “quiero construir para el pueblo, no para una nación. Que no haya fronteras, que no haya prejuicios. Quiero hacer frente a lo masivo, que hoy se ha convertido en signo y símbolo para el mundo moderno”.
Si con el ejemplo de Pascual Pichún la salvación se puede encontrar más allá de la ciudad, el proyecto de Kusturica nos interroga sobre el tipo de convivencias que estamos generando en nuestras ciudades y si no será necesario ir buscando otras a escala humana, donde las personas podamos efectivamente ser, más allá de la masa ocre y sin forma que impone lo masivo.
“No hay quizá experiencia más porteña que la de estar acodado en la mesa de un café, contemplando el paso de la gente a través del ventanal”. Así inicia Rodolfo Kuch su libro la Seducción de la Barbarie. Estas líneas, desde su sencillez y cotidianidad, son el prolegómeno para situarnos en el aquí y en el ahora, el abismo singular que se entreteje entre el café, el ventanal, el transeúnte y quien observa engendrando un sentimiento singular del abismo que hace tomar conciencia de que se está en un instante peculiar de la vida ciudadana.
Al decir de Kuch, esto se origina por la antinomia de comprender al transeúnte como próximo a nosotrxs y la lejanía en que lo mantiene la ciudad, siendo justamente la ciudad la causa de esa escisión. La ciudad que impone una tela racional e inteligente, pero que sin embargo, en su reverso encubre una verdad más intensa que se desborda. Nuestro autor plantea que basta un instante cualquiera vivido en la ciudad como algo parcelado, separado de todos los intereses en que se haya la persona, para sentir que la verdad naturalmente honda de toda situación, se debe buscar fuera o por debajo de la ciudad.
Acojo la invitación de Kuch a mirar desde la vida cotidiana, por las fisuras que nos ofrecen los actos reiterativos propios de quienes vivimos en la ciudad y dejarnos interpelar buscando la salvación con humildad, sabiendo que dios es más y que estando aquí y ahora en la ciudad, lo está de una manera que supera todos los límites geográficos o espaciales.
A modo de conclusión abierta, siempre inconclusa, como propuesta y en construcción… salvación en la ciudad sí, pero parafraseando a lo que dijese hace poco la teóloga Agustina Luvis, si nuestra ciudad no nos permite pensar, entonces es tóxica y necesita revisión, pero si nuestra ciudad no nos permite amar, entonces no hay nada que buscar ahí.”